Ese espacio que separa mi estabilidad emocional del resto del mundo. No permito que entren en él sin mi permiso aunque tampoco niego la entrada sin una razón. Simplemente me preocupo de mi jardín, ese en el que tantos años he invertido hasta tenerlo preparado para poder disfrutar de él.
Hay personas que intentan entrar en nuestra parcela simplemente para pisar aquello que tanto esfuerzo nos ha costado conseguir. No sé porqué sigue habiendo ese tipo de personas, las que creen que pueden quitarnos aquello que hemos conseguido. Actuar así es pensar que todo es limitado: los logros, el amor, el aprendizaje… porque en el fondo piensan que, de algún modo, tienes aquello que les pertenece, como si el hecho de no tenerlo fuese porque les has quitado esa posibilidad. Yo siempre he pensado que lo que otro tenga, ni me va a dar ni me va a quitar. Mi vida es mía y lo que yo consiga o no seguirá siendo mío y de nadie más.
He aprendido a protegerme de «los mirones», esos que se asoman a perturbar nuestra calma queriendo saber de nosotros mediante engaños, fingiendo que les importa aquello que hacemos. Pero lo único que quieren es comprobar que no nos va mejor que a ellos. De nuevo, siguen creyendo que si nos quitan, ellos obtienen. Veo peligroso eso de vivir según la vida de los demás: hacer lo que hace el vecino porque eso es lo que creo desear. Y es que a veces no solo hacemos las cosas porque creemos necesitarlas, también porque creemos desearlas, sin plantearnos en ningún momento si eso que tenemos enfrente es para nosotros realmente.
Claro que hay otro tipo de personas, aquellas que se sienten a gusto en nuestro jardín simplemente por el hecho de estar en un lugar tan bien cuidado, sabiendo valorar el amor y el trabajo que hemos dedicado en él. O las que se se remangan para echarnos una mano cuando necesitamos ayuda con algo que no hemos sabido arreglar solos.
Para cuidarnos, a veces debemos poner límites
Límites
Aquí voy a escribir sobre esos límites que he puesto para cuidarme. Es importante aprender a decir que no, se ha escrito mucho sobre eso, pero ponerlo en práctica cuesta, la verdad. A veces creemos que somos malas personas cuando decimos que no, que carecemos de empatía y que pueden hacerse una idea equivocada de nosotros. De nuevo, el empeño de mirar hacia fuera en lugar de adentro.
Reconozco que ser una persona con empatía me ha puesto muy difícil poder decir que no. En mi caso nunca ha sido por el qué dirán, eso me ha importado muy poco, pero sí me importaba no hacer daño. Y si nos preocupamos demasiado por no querer hacer daño al otro, nos olvidamos del daño que eso puede causarnos.
Cuando digo que no, nunca lo hago desde la intención de hacer daño (la intención con la que hacemos las cosas es muy importante), pero sí con la conciencia de no hacérmelo a mí.
Tampoco vamos a poder controlar cómo se siente la otra persona con eso que hacemos. He vivido situaciones en las que, incluso haciendo lo que me pedían o se esperaba de mí, nunca ha sido suficiente. Al final el resultado siempre acababa siendo el mismo: sentir que me había vaciado, teniendo que trabajar mucho para volver a sentirme plena. Porque el problema no es ayudar, el problema de nuevo es la intención, aunque esta vez la del otro.

Eso pasa mucho, aquellos que menos se preocupan por los demás acaban siendo los más exigentes. No solo tenemos que atenderles y comprenderles, es que tenemos que encargarnos de ordenar su desorden porque ellos no son capaces. Y creen que tenemos la obligación de hacer que su vida sea tan ordenada como la nuestra, incluso quieren la misma parcela que nosotros. Lo que no saben es que antes de tener mi orden y mi parcela, yo tampoco sabía cómo. Es más, creía que no podría tenerla nunca, ni siquiera pensaba en esos límites como una parcela. Y como es lo que creía, es lo que conseguía.
Mi parcela
Conseguimos lo que creemos así que, hasta que no he creído en mí y he sabido valorar todo el trabajo emocional que hay en mi vida, no he construido una.
La llamo mi parcela emocional porque un día me di cuenta que siempre que hablaba de proteger mi espacio y mi mente, visualizaba un jardín vallado. Pero no con cualquier valla, siempre eran de esas bonitas que se ven en las casas de las películas americanas.
Si pienso en el concepto de poner límites, el espacio entre eso que quiero limitar y yo, es demasiado pequeño. En cambio, tener parcela hace que tenga el control de mi bienestar porque la distancia la pongo yo, sintiéndome menos invadida.

Y no solo tengo parcela para las personas, también para todas aquellas cosas que no quiero hacer. Cuando siento que no debo hacer algo, no lo hago. Digo que no. Lo mejor de todo es que no es premeditado, me dejo guiar por mi intuición, esa que se comunica conmigo a través de mi estómago. Cuando eso pasa, me cuido, protejo mi hogar, protejo mi mente y no vivo en constante alerta. Es lo que más suele sorprender, ver que vivo desde la paz que mi estabilidad emocional me proporciona.
Pueden decirnos que somos raros, que vamos a la nuestra… pero no se dan cuenta de que poco podemos ayudar a otro si nosotros no estamos bien. Yo estoy ahí cuando me necesitan, pero protegiendo mi parcela siempre. Cada uno debería encargarse de construir y cuidar la suya.
Lo que no se ve
Y de nuevo lo que no se ve, como en muchas de las emociones de este blog. No se ve la angustia, el esfuerzo o sufrimiento que hay detrás de la construcción de una parcela emocional como la mía. Las horas de terapia, de no saber quién eres. Lo que cuesta aprender de las emociones que hemos transformado en negativas. Lo difícil que es vivir con un constante NO para una misma.
Tener parcela me ha permitido vivir sin enfados, haciéndome responsable de mis actos y no dejando que los actos de los demás pisen mi jardín de lavandas.
¿Por qué lavandas? Por su aroma tan relajante y su poder curativo. Es una planta maravillosa que me encanta. Y yo he aprendido a sentirme así, en paz conmigo misma, relajada. Porque también he aprendido a curar mis heridas emocionales.

La diferencia entre tener parcela o no es que, teniendo una, los límites los pone uno mismo